En este mundo se advierte instantáneamente algo extraño. No se ven casas en los valles ni en las llanuras. Toda la gente vive en las montañas.
En algún momento del pasado los científicos descubrieron que el tiempo fluía más lentamente cuanto mayor fuera la distancia desde el centro de la Tierra. El efecto era minúsculo, pero podía medirse con instrumentos extremadamente sensibles. Cuando se conoció el fenómeno, unas pocas personas, ansiosas por mantenerse jóvenes, se marcharon a las montañas. Ahora todas las casas se construyen en el Dom, el Matterhorn, el Monte Rosa y otros terrenos altos. Es imposible vender casas en otras partes.
Muchos no se contentan con instalar sus hogares en la montaña. Para obtener el máximo efecto, construyen sus casas sobre pilares. Las cumbres de todo el mundo están cubiertas de estas construcciones, que desde lejos parecen bandadas de aves corpulentas con patas finas y largas. Quienes desean vivir más tiempo construyen sus casas con los zancos más altos. En verdad, algunas casas se elevan a casi un kilómetro de altura sobre esos delgados mástiles de madera. La altura se ha convertido en posición social. Cuando alguien debe alzar la vista desde la ventana de su cocina para mirar a un vecino, piensa que a ese vecino las articulaciones se le endurecerán más tarde, que no tendrá arrugas ni se le caerá el pelo ni perderá el deseo de un romance antes que él. Del mismo modo, una persona que mira una casa situada más abajo tiende a pensar que sus ocupantes son viejos, débiles y miopes. Algunos se jactan de haber vivido toda su vida en las alturas, de haber nacido en la casa más alta del pico más alto sin haber descendido jamás. Celebran su juventud en sus espejos y caminan desnudos por sus balcones.
De vez en cuando un negocio urgente les obliga a salir de sus casas y entonces no pierden tiempo: bajan apresuradamente sus largas escaleras, corren hasta otra escalera o hasta el valle, cierran sus transacciones y regresan tan pronto como pueden a sus hogares o a otros lugares elevados. Saben que a cada paso el tiempo fluye justamente un poquito más deprisa y que envejecen un poquito más rápido. A ras del suelo nadie se sienta. Todos corren llevando sus carteras o sus compras.
En cada ciudad hay una pequeña cantidad de residentes que ya no se preocupan de envejecer algunos segundos antes que sus vecinos. Estas almas aventureras descienden al mundo inferior durante varios días, descansan bajo los árboles que crecen en el valle, nadan sosegadamente en los lagos de cotas más cálidas, ruedan sobre la hierba. Apenas miran sus relojes y no saben si es lunes o martes. Cuando los otros pasan corriendo a su lado y se burlan, ellos se limitan a sonreír.
Con el tiempo la gente ha olvidado por qué la altura es mejor. No obstante, siguen viviendo en las montañas, evitan en la medida de lo posible las regiones inferiores, enseñan a sus hijos a apartarse de los niños de niveles menos elevados. Toleran el frío de las montañas por el hábito y gozan de la falta de comodidades como parte de su educación. Hasta se han convencido de que el aire es bueno para sus cuerpos y, de acuerdo con esta lógica, se someten a una dieta de escasez y rechazan todos los alimentos, excepto los más sutiles. Ahora se han vuelto huesudos, delgados como el aire, envejecidos antes de tiempo.
Fin
Alan Lightman (1993): Sueños de Einstein, Tusquets, Barcelona.